El sábado en la mañana me desperté con una llamada de A., que suena desde Londres igual como sonaba en Harlem, cuando estaba a sólo una hora de mí. Yo todavía no abría los ojos cuando me dijo rápida y agitadamente que me levantara y llamara a la casa, que un terremoto enorme tenía a buena parte de Chile en el suelo.
Me despabilé en un segundo y llamé a Santiago. Claro, los teléfonos estaban muertos y me demoré horas en poder hablar con mis papás. Pero sabía que estaban bien. Gracias a la diferencia horaria A. los había telefoneado sólo una hora después del terremoto. Entonces, las comunicaciones aún funcionaban.
No es necesario que cuente qué pasó. Ya todo el mundo lo sabe y muchos saben mejor que yo. Y eso es lo extraño, lo que me tomó por el cuello y me persiguió todo el fin de semana. El escuchar del miedo, del dolor, de la impotencia de los que uno quiere sin poder sentir realmente lo que ellos están sintiendo. "Surrealista y pesadillesco", me dijo V. una vieja amiga que está en Alemania. Surrealista, era la palabra que me venía dando vueltas a mí desde que me senté a ver la tele que nunca prendo y no pude encontrar nada de buena información.
Entre toda la basura que hay encontré sólo dos noticieros: Euronews, que es un buen canal si se pasa por alto el que no se interesa porque el mundo se derrumbe más allá de Europa, y Fox, que es lo más cercano a una pesadilla que se puede tener. Imaginen a un tipo de dientes perfectos -ya me decía B. que se debe desconfiar de quienes tienen dientes perfectos- hablando de la Casa Blanca monitoreando Chile, de "america" tan preocupada por Chile, del pobre Chile que tan buenas relaciones tiene ahora con "america", de este paisito tan desarrollado y su desgracia que, horror, iba a provocar un tsunami en Hawaii, es decir, en "america". Después de tanta alusión al pueblo elegido de "america" simplemente me fui a internet, a tratar de ver TVN (cosa que no había hecho en los dos años que llevo aquí) y a mandar mails y a buscar a los amigos en medio de mi miedo virtual.
El domingo fue distinto, nos fuimos con B. y T. a una panadería chilena en Astoria, Queens, para acompañar a S., una amiga con familia en Chiguayante que no podía ubicar ni a sus papás ni a ninguno de sus seis hermanos. Estuvimos todo el día comiendo churrascos, brazos de reina, chilenitos, empanadas y pan con palta mientras veíamos las noticias de Chile. El lugar se fue llenando y vaciando de compatriotas durante todo el día. Todos hablando bajo, comiendo, tomando tecitos, riéndose a ratos, secándose los ojos a veces, mirando la tele como si se nos fuera la vida en cada imagen.
S. y su marido gringo no paraban de poner mensajes en Facebook y en Twitter con sus I Phones. Y yo... yo tenía pena. Comía mi pan con palta y me tragaba las ganas de llorar. No era sólo por la familia de S., o por el miedo que mi mamá le tiene a los temblores, o por los giles que arrancaban con un refrigerador a cuestas, o por el paco que pateaba a un tipo en la calle, o por el señor que había soltado a su hija cuando las olas se ensañaron con Constitución. Era porque no podía sentir lo mismo que todos por allá, porque estaba viendo el terremoto a través de una pantalla, porque por primera vez en dos años tuve la certeza del mundo que dejé atrás. Mi amiga I. lo puso en muy buenas palabras: "la pena de no sentir la pena"... Y es que eso es. Tengo la tristeza del espectador, del que siente, se conmueve, vive el caos por minutos, horas o días, pero después abre la puerta y se desliza en otro mundo. En mi caso, en la nieve, en las calles de Nueva York.
PD: me di cuenta que hace un año que no escribía aquí... cómo vuela y cómo cambia la vida en sólo un año. ¿no?
PD2: Un abrazo enorme para todos por allá. El próximo pan con palta va por ustedes.
PD3: La familia de S. está bien. Aparecieron todos. No tienen agua, ni luz, ni gas, pero justo habían hecho las compras del mes el día antes.