Wednesday, March 18, 2009

La crisis va por dentro


Muchas veces me quedo dormida en el metro, otras veces leo o me entretengo mirando a la gente, claro que no muy fijamente porque el neoyorquino no le gustan las miradas impertinentes. Pero muchas veces me quedo dormida, sin querer. El sonido constante de los carros sobre los rieles me hace de arrullo y el abrigo que me protege de este invierno eterno me arropa como si estuviera en mi cama. Pero últimamente mis intentos de siesta en el Subway han sido interrumpidos por un notable incremento en la cantidad de cantores que van de carro en carro.
Al principio de mi vida en Nueva York me impresionó la cantidad y la calidad de los músicos que pululan por las estaciones del metro y lo organizados que están. Casi todos tienen lienzos que anuncian sus nombres y que los identifican como parte de la red de artistas del Subway. Ellos se colocan debajo de sus lienzos, arman una suerte de escenario y esperan que la gente se acerque a escuchar su repertorio y a dejar sus dólares.
Varias veces he escuchado voces impresionantes como la de una negra enorme que canta jazz y que eriza los pelos. También he visto bandas –de rock, andinas, country- excelentes.
Pero ahora, con la crisis en su etapa de sádico esplendor, han aparecido muchos músicos sin lienzo que en vez de tomarse un trozo de estación eligen los carros para hacer sus performances. Al principio me enterneció el asunto. Me acordé de Santiago y sus micros, como llamamos a los buses, y del interminable desfile de músicos callejeros que uno encuentra allí.
Siempre me gustó que se subieran a cantar a la micro. Me alegraba el viaje. Pero ahora es distinto. Me sigue gustando la música callejera, pero el problema es que aquí los cantores –casi siempre mariachis alicaídos o afroamericanos expertos en peripecias vocales- entran al vagón, cantan treinta segundos y pasan el sombrero. En Santiago los músicos de la calle solían cantar dos o tres canciones completas. Entiendo que acá quieran aprovechar la cantidad de gente que entra y sale de los vagones en cada estación, pero no puedo evitar sentirme estafada por las voces que me sacan del sueño, dan una muestra de lo que es una canción y después se lanzan despavoridas hacia los dólares del carro siguiente.
Pero quién puede culparlos. Esto es Nueva York y acá todo cuesta más: la comida, las rentas, el tiempo. Y ahora esto en Nueva York en crisis. Nadie sabe qué va a pasar mañana. Uno puede notar la incertidumbre y los bolsillos vacíos en los cantores del metro y en mucha gente más.
Hace unos días en el supermercado me puse en la fila detrás de un hombre que debe haber andado por los 60. Él, bien vestido, linda parka, buenos zapatos, llevaba un sándwich en la mano. Nada más. Lo pasó por caja. “Tres dólares”, dijo la cajera. Él sacó su tarjeta de crédito y pagó.
Después, mientras caminaba para la casa, me acordé que hace poco leí en alguna parte que en este país la gente se había acostumbrado a vivir hasta con treinta tarjetas de crédito y nada de dinero real en sus cuentas. Pero ahora que el sistema hace agua y llora por efectivo todo se tambalea, se descascara. En las cinco cuadras que hay de la casa a la estación de metro hay tres negocios recién clausurados: un bar, un club y una tienda de mascotas. Si uno se da una vuelta por Manhattan es fácil encontrar carteles anunciando liquidaciones por cierre de local.
Y están los restaurantes menos llenos que hace unos meses, los anuncios de televisión de una de las cadenas de comida ultra frita que presenta su nuevo combo-cena por tres dólares y la steak house, que anuncia orgullosamente en su vitrina el debut de su “menú recesión” por 21 dólares. También abundan las ofertas de manicure y pedicure y las filas de gente buscando nuevos trabajos que reemplacen a los que se están acabando.
A. me contó que el otro día llegó muy temprano a una de sus clases de yoga. Además de ella en la sala estaba la profesora y una abogada que aprovechó los minutos previos a la práctica para contar que su firma había puesto un aviso en Craiglist buscando un abogado más para la compañía. La mujer dijo que al otro día aparecieron 70, blandiendo ansiosamente sus resumés. “Lo más triste”, dijo ella, “es que 25 eran simplemente excelentes profesionales”.
Triste fue también lo que vimos con C. cuando salíamos del metro unas noches atrás. Íbamos llegando a las barras que hacen de entrada y salida de la estación cuando me fijé en una mujer, de unos 30, que pasaba una y otra vez su Metrocard por la ranura. A veces cuando uno desliza la tarjeta muy rápido la máquina no la lee y hay que intentar de nuevo. Pensé que la mujer estaba en eso, buscando la velocidad y el peso exacto que hay que poner en la tarjeta para que la máquina marque el viaje y la barra abra paso al metro y su mundo de carros, conexiones y cantantes. Pero cuando ya íbamos más cerca de la salida, la mujer se dio vuelta, fue a otra máquina, una que lee el saldo de tu tarjeta, y luego se lanzó escaleras arriba, fuera de la estación. Vimos que iba llorando. Salimos rápido para ver si la alcanzábamos. Pero ya no estaba. Debe haber sido la primera vez que se quedaba sin plata para el pasaje.
Seguramente el frío en la espalda, la rabia y la frustración la lanzaron lejos porque a veces cuando uno sale de las estaciones hay gente esperando para pedirte un viaje de regalo si es que tienes tarjeta ilimitada. Pero ella no pidió nada. Estoy segura de que la atacó la súbita aparición de la crisis, ese monstruo grande que hace rato esperaba para saltar al cuello del sistema. Con C. cruzamos la calle y entramos al supermercado. Hicimos las compras de la semana casi sin hablar.
PS: la foto es de un paseo a las alturas de la bolsa...

Tuesday, January 6, 2009

Siempre tendremos Nueva York


Llevo un rato pensando por qué quiero estar aquí, en Nueva York.

Las ciudades, las megaciudades nunca habían sido mi fuerte. Siempre me habían gustado más los pueblos perdidos, las colinitas salpicadas de casuchas, la idea de una cabaña enterrada en un cerro. Pensé que era una mujer de espacios abiertos, pelados. Casi una mujer de campo, ja. Hasta me había imaginado plantando papas y cebollas en algún rincón del sur.


Así que yo fui la primera en sorprenderme cuando me pillé suspirando de emoción mientras veía desde el tren N, en esos siete minutos en que cruza el puente Manhattan, como las millones de ventanas de la ciudad devolvían el sol de la tarde.

Todavía me fascina la vista. Y creo que me gusta aún más como se ve de noche. Las luces de la ciudad parecen millones de ojos atentos, apretados unos contra otros, siguiendo la ruta de los trenes que llevan y sacan gente desde la panza de la ciudad.


Y me gusta la gente. Toda la gente. Incluso los que caminan mirando el suelo porque me recuerdan a Santiago. Bueno, no me gustan mucho los que siempre están listos para gritarte porque te quedaste parado un segundo en la entrada del metro o porque te saliste de la línea recta y rápida por la que corrías en alguna calle de Manhattan. Pero no son tantos si los comparas con los japoneses de voces suavecitas que te hacen reverencias ante cualquier gesto amable, o los indios y sus currys, o los chinos que hablan tan golpeado que parece que siempre estuvieran peleando. Me gustan también los polacos y su barrio que me hace sentir dentro de un remake de Kieslowski. Me llaman la atención los hasidis que parecen cuervos o sombras rondando por las calles de Brooklyn o Manhattan. Me intrigan los pakistaníes que adoptaron a B., neoyorquino cien por ciento, como parte de la familia. Él dice que lo quieren convertir al Islam.
Me gusta B., claro, porque me ha adoptado como parte de su familia y no me quiere convertir en nada.

Me fascinan los new yorkers que capean la crisis entre museos, galerías, teatros, restaurantes y el Central Park. Me conmueven los tibetanos que se pasaron todo el año gritando para que esta ciudad-ombligo del mundo los apoyara en su lucha. Me gusta escuchar la marea de acentos hispanos que suenan por acá. Y a los turcos de risa fácil y a los rusos de temperamento combustible y caras preciosas. Me acuerdo de uno que contaba que cuando llegó no tenía un peso, por lo que pasó dos semanas durmiendo en el tren N. No supo decir cuántos viajes hacía cada noche entre Queens y Coney Island, pero sí se acordaba que siempre la hora de levantarse lo pillaba en la playa. Todas las mañanas pasaba por el lado de la feria de diversiones y se iba de cabeza al mar, a "ducharse". "Pero mo me importaba. Estaba en Nueva York", dijo.

Y me encanta que aunque no tengas plata puedas ir al museo o a la librería pública a sacar libros, discos y películas. Y me horroriza ver que muchos se desloman por un puñado de dólares que apenas alcanzan para pagar la renta. Y me da pena que a la señora J. se le haya muerto la mamá por allá en México mientras ella cuidaba gringuitos. Y que A. no pueda ir con su esposo a Londres porque no tiene papeles y no quiere que la echen de Nueva York... Esta es una ciudad intensa en sus bondades y en sus desgracias. Es dramática. Es una buena historia. Tal vez por eso me gusta.

... Hice una pausa. Fui al buzón de la casa y saqué la "New Yorker" de esta semana. En la portada hay un gato sentado en lo alto de una azotea neoyorquina. El gato me da la espalda. Está concentrado, perdido mirando como los edificios de la ciudad se recortan contra un cielo naranja. Pucha que entiendo a ese gato.


PS1: Sólo me faltó decir que adoro a los amigos que tengo aquí. Son poquitos, pero bien valen un Manhattan.
PS2: No sé muy bien a qué vino esta declaración de asombro por esta ciudad. Tal vez sea por el Año Nuevo (Feliz Año Nuevo!) o porque a veces la cosa se pone dura y uno necesita recordar ciertas cosas.