Thursday, November 6, 2008

El día después de Obama


El martes el mundo se apretaba en mi cabeza, en ese punto entre los ojos, arriba de la nariz. Mi primer resfríado new yorker se ensañaba conmigo justo en el día de las elecciones.
Igual me fui a Manhattan a ver cómo la ciudad se movía en un día tan vital.
"Llévese un souvenir de las elecciones!", gritaba un latino en Union Square. Allí estaba Obama: en un lienzo, en un cartón, en miles de chapas (que costaban desde uno hasta cinco dólares), en poleras rosadas, plateadas, verdes, blancas y negras, en los abrigos para perros (de esos perros más chicos que gatos) que vendían en la calle.
También lo vi pasar en un par de bolsos bien onderos, que colgaban de los hombros de new yorkers ídem. Pero aparte del mercadeo callejero no se notaba mucho la efervescencia electoral. Supongo que era muy temprano todavía.
Como a las cuatro volví a Brookyn con T. que tenía que ir a votar (por Obama, claro). Me fui con él al local de votación. En la entrada un travesti de chaqueta de cuero y aros dorados ayudaba a los perdidos que no encontraban su mesa.
Nosotros la encontramos al tiro. No había cola. En menos de 5 minutos estábamos listos (digo "estábamos" porque yo también entré al cuarto oscuro y vi cómo se votaba en esas máquinas añosas que parecen tragamonedas y que ahora está siendo reemplazadas por computadores).
Después pasamos a comprar vinos y picoteos italianos para esperar los resultados en la casa de Bay Ridge, que debe ser el único barrio republicano de Nueva York (sin contar upstate... porque de alguna parte salió el 37% que votó por McCain por estos lados).
A. nos llamaba cada una hora para darnos reportes desde Harlem. Allí todo el mundo -91% de afroamericanos, 9% de blancos- aguantaba la respiración, esperando que los años de injusticia social, pisoteos masivos y racismo descarado se esfumaran con la victoria de Obama.
Yo me sonaba cada 10 minutos mientras trataba de seguir los resultados parciales que iban tirando en la tele, tarea complicada de por sí y que se hacía más difícil porque B. cambiaba de canal cada dos minutos (por alguna razón encontraba que los tipos ultra republicanos de la Fox eran graciosos. A mí me dolía más la cabeza con ellos en pantalla).
Y entre comida, tragos, llamadas y sonadas dieron las 11 y Obama era el nuevo presidente electo de Estados Unidos. Aplausos en la casa, silencio en el barrio y A. en el teléfono haciéndonos escuchar cómo Harlem lloraba, reía y gritaba por su nuevo presidente: el hijo de blanca y de negro keniano que todos esperan (esperamos) arregle lo que queda de este país.
Después del dicurso nos fuimos a dormir y al otro día, aún resfriada, partí a Manhattan jurando que todo sería un poco distinto esa mañana.
Pero en el metro y en las calles, las caras eran las mismas de siempre: cansadas, apuradas, ansiosas. Igual escuché un par de "Obamas" al pasar (uno de boca de una rubia que decía que cuando despertó aún no creía lo que había pasado en las elecciones), vi un par de chapas con su nombre y no pude encontrar ningún New York Times, y eso que busqué harto en delis, tiendas de revistas y quioscos. Agotado. Todo el mundo quería guardar su pedazo de historia. Pero nadie se veía feliz.
Después pensé que tal vez no me había movido por las partes indicadas de la ciudad (anduve cerca de Bryant Park y Times Square despidiéndome de una amiga que vuelve a Chile), así que en la noche hice una encuesta casera. C., T., y B. me dijeron que no habían visto nada especial en la ciudad. Nadie especialmente contento tampoco. "La vide sigue", dijo T. "Esto es América", dijo B.
Y entonces me acordé del viejo ruso que me topé hace un par de semanas afuera de la librería Strand. "Si me acompañas hasta la puerta de Whole Foods (un supermercado orgánico a dos cuadras de la librería) te cuento el secreto para ser feliz", me dijo el ruso, quien me juró que había encontrado la receta para lograr la felicidad constante, que estaba escribiendo un libro con ella y que me la podía explicar en dos minutos.
Yo, que no quería perderme su secreto, lo acompañé a la puerta del supermercado. Mientras caminábamos me contó su descubrimiento... Y yo lo olvidé casi dos minutos después. Era algo así como que para ser felices tenemos que hacer todo lo contrario de lo peor que podemos hacer, que, según él, es matar. Si era eso, puedo pensar en infinitas posibilidades de ser feliz. Y creo que haber elegido a Obama puede estar entre ellas.
PD1: Ahora, un par de días después de Obama y sin resfrío distorsionando mis sentidos sé, he visto y he escuchado que son muchos los que caminan felices o mejor, esperanzados, por las calles de esta ciudad y de este país. Pero somos distintas culturas. Acá no se les nota en la cara, acá hay que preguntar y escuchar.
PD2: Mane, feliz, feliz, feliz viaje.
Pd3: La Mane me contó que algunos avivados estaban vendiendo ejemplares del New York Times post elección en 100 dólares... Qué mala suerte que no lo compré temprano, ja.
PD4: Sé que a muchos, me incluyo, les puede molestar eso de llamar América a este país... pero no lo cambié sólo para respetar la idea que los gringos tienen de sí mismos (B. es una gran persona, by the way)